- Ah~ No esperaba que fueras tan habilidoso
con las manos, Rhadamanthys – sonrió la chica alzando su nueva corona de flores
– ¿Dónde aprendiste a hacer estas cosas?
-
Son nudos, si cambias las flores por cuerdas obtendrás el mismo resultado.
-
Habría preferido una mentira más adecuada para la ocasión pero… no podía esperar
menos de ti.
El
guerrero se sonrojó al ver como la hermosa joven se colocaba aquella tontería
en la cabeza e incluso, se las ingeniaba para entrelazarlo con sus rizos sin que
la corona se desmoronase:
-
¿Qué tal estoy?
-
Ridícula.
-
Ah~ Se te da muy mal mentir, Rhadamanthys.
Y
cierto era, no había una sola persona más hermosa que Rea sobre la faz de la
tierra aún incluso, llevando aquella corona que tan estúpida le parecía. Quizá para otras personas la chica perteneciera al montón pero para él,
su rostro y su amabilidad podían hacerle la competencia a las deidades griegas. Ella era una
bendición para un sanguinario como él, una chica frágil que sin duda podía
destrozar con sujetarla por un brazo pero que, de la misma forma que una flor
destaca en mitad de un pantano, Rea había conseguido que él quisiera proteger
algo tan insignificante como una mujer en mitad de su camino. Tanto, que hasta
había recogido aquel ramillete de coloridas plantas para hacerle un regalo de
despedida:
- Esa basura no durará demasiado pero al menos te acordarás de mi por unos días.
-
Ojalá existieran flores infinitas como nuestro amor, así durarían para
siempre.
-
Qué estupidez.
-
Ah~ No disimules, tu corazón también ansía algo como eso.
Sí,
pudiera ser, al lado de Rea sería capaz de creer cualquier cosa, así que se dejó engatusar por aquellas palabras consiguiendo que entre
bromas y tiernos momentos llegara la hora de despedirse. Era la primera vez que
lo hacían siendo conocedores de sus sentimientos por lo que las lágrimas
emergieron fugazmente de la mirada del guerrero; de ella también pero ver
llorar a una dama era algo a lo que todo el mundo estaba acostumbrado, más si
su amor partía junto a las tropas del ejército griego:
-
Te estaré esperando, no importa cuánto tiempo pase. – dijo ella, antes de
besarle.
---
Pasaron
los años, quizá demasiados, tantos que Rhadamanthys perdió la cuenta de cuantas
guerras tuvo que enlazar antes de volver a casa; no obstante, en su mente y
corazón siempre brillaron los últimos momentos junto a Rea, aquella tarde de
verano en la que la chica disfrutó de su nueva corona de flores, de sus ojos
castaños iluminados por el sol o sus rizos de oro llenos de pétalos y
hojastras. Todos gritaban en honor a la diosa Atenea pero él, en su conciencia,
gritaba y peleaba por Rea, por volver a casa lo antes posible de manera
victoriosa para así, poder pasar el tiempo que les quedaba juntos.
Pero
el amor, al igual que las flores, no era eterno.
El día que por fin volvió, su mundo se sumió por completo en la oscuridad. Allí, en la casa donde Rea había pasado su infancia ya no quedaba nadie, estaba vacía, abandonada desde hacía demasiado tiempo. Un intenso miedo le recorrió la espina dorsal ¿Dónde estaba? ¿Dónde había ido? ¿Qué había pasado? Nervioso e inquieto, Rhadamanthys rebuscó en todos los lugares de la casa, no encontró señales de robo o violencia por lo que parecía que Rea se había marchado por su propia voluntad pero ¿por qué y a dónde? Al salir y encaminarse de nuevo hacia el pueblo, el guerrero se topó con un anciano que creía reconocer por haber vivido por la zona:
-
Disculpe, buen señor ¿sabe qué fue de las personas que vivían en esa casa?
- Oh... Se mudaron ya hace años, muchacho, creo que incluso la joven se casó.
-
¿S-Sabe donde… vive ahora?
-
Quizá más en el centro sepan responderte, yo solo sé que aquí no vive nadie desde hace unos cuantos años.
---
Apenas
tardó unas horas en averiguar el nuevo hogar de Rea, una casa grande y amplia
conocida en el ágora por ser una de las más lujosas de la zona. Él se encaminó
hacia ella, confuso por toda la información que había obtenido: la chica se
había casado por amor con un soldado raso que poco después, gracias a la
fortuna de los dioses, había sido considerado como un pequeño héroe local
adquiriendo una gran suma de oro y privilegios por sus hazañas. Se decía que era padre de
tres hijos varones y una niña nacida no hacía mucho por lo que la madre de los pequeños
apenas salía de su hogar; en su lugar, los criados eran quienes acataban sus
órdenes y su marido, muy de vez en cuando se dejaba ver por zonas públicas. La
familia había optado por ser dueños de su casa y poco más.
No
obstante, Rhadamanthys siguió obcecado en que aquella historia no podía ser
real mientras las palabras de Rea resonaban en su cabeza. “Ojalá existieran flores infinitas como nuestro amor, así durarían
para siempre” “Te estaré esperando,
no importa cuánto tiempo pase.”
Pero los
hechos… fueron totalmente distintos.
Efectivamente, Rea había tenido hijos hacía mucho tiempo. El mayor de ellos quizá rozaran los ocho o nueve años o al menos, aquella fue la edad que Rhadamanthys calculó cuando vio a la familia salir de la casa para dar un paseo: Eran una pequeña multitud formada por un hombre de cabello oscuro, tres niños que correteaban felizmente en torno a su madre y un bebé que ella sostenía en brazos. Tras ellos caminaban unos cuatro o cinco sirvientes que velaban por la salud de la mujer, una Rea que no había hecho más que volverse más hermosa con el paso del tiempo. Pero ella ni siquiera pareció reconocerlo cuando todos pasaron por su lado a pesar de haber cruzado sus miradas.
No hubo dudas, no hubo sorpresa por su parte y sobre todo, no había
amor en aquellos iris de color castaño.
Todo,
absolutamente todo en lo que Rhadamanthys creía, desapareció.
---
Esa noche, Rhadamanthys acabó con su propia vida.
Creó por si mismo la soga que se ciñó
a su cuello, decorada con las mismas flores que en su día, usó para hacer la
corona de Rea. Cerró los ojos, dedicando todo su odio y rabia a la diosa de la
guerra que lo mantuvo separado durante tanto tiempo de su amor, despreció la
imagen de Atenea, aborreció con todo su ser la existencia de los dioses y
cuando saltó, dedicó toda su conciencia a la imagen de la mujer que lo había
traicionado.
Fueron
aquellos sentimientos, tan intensos e impuros, los que hicieron que la surplice de Wyvern acudiera a su llegada a las puertas del Inframundo. Allí estaba, una impoluta armadura
de tonos púrpura a escasos centímetros del dios del infierno. Su energía, su
presencia, sobre pasaban cualquier límite conocido por el hombre:
-
Reclama la armadura de Wyvern, joven guerrero y conviértete en uno de los tres jueces del
infierno. ¿Lucharás a mi lado para derrotar a Atenea... Rhadamanthys?
Increíble
pero cierto, el destino le servía en bandeja la oportunidad de vengarse de la
diosa que lo había alejado de la brillante superficie. El guerrero sonrió complacido por
lo que no tardó un instante en arrodillarse ante su nuevo señor y jurarle
lealtad por toda la eternidad:
- Así será, mi señor Hades.