Promesa.

 

Ahora que el paso del tiempo caminaba de distinta forma para Rhadamanthys, observar los movimientos de Rea desde el más allá se convirtió en su pasatiempo favorito mientras los Caballeros de la diosa Atenea se iban reuniendo poco a poco. Él no podía hacer nada sin la orden de su señor y mucho menos estaba dispuesto a perder su tiempo con estúpidos mortales a los que podía aplastar sin siquiera despeinarse, la escoria de los Caballeros de Bronce, Plata u Oro eran los nuevos insectos que debía aplastar pero mientras recibía la órden para hacerlo, Rhadamanthys se entretuvo en aumentar su odio hacia la raza humana gracias a Rea. 

La muchacha era ahora una madre amada por sus hijos y esposo, feliz  y cuidada, a diferencia de él que había optado por desaparecer de la faz de la Tierra para no borrar su sonrisa.

“Repulsivo.” susurraba a menudo al ver su día a día.

Esa era la nueva palabra favorita que se había acomodado en el vocabulario del Wyvern y que, debido a su vulgaridad, había conseguido enemistarlo con los otros dos jueces que menospreciaban su poder por el origen de este. Pero a él le era indiferente pues había otros espectros que sí lo veneraban como a un dios y que demostraron serle de gran utilidad. Con el tiempo, Rhadamanthys fue olvidándose de la mujer de cabello dorado y centró su atención en otro tipo de actividades... Sin embargo, el destino tenía otros planes para él.

Valentine, el primer espectro que osó postrarse ante sus pies, llegó un día apresurado con una nueva noticia. No le dio explicaciones sino que tan solo, envió a su mente una ubicación que Rhadamanthys pronto reconoció. Intrigado, transportó su cuerpo por primera vez desde su muerte allí donde Valentine le había sugerido y se encontró con una devastadora imagen de muerte y sufrimiento: La casa de Rea estaba en llamas, todo estaba siendo consumido por el fuego mientras la voz lejana de una mujer suplicada por una ayuda que parecía no llegar. Él se movió entre los pasillos, guiándose por las súplicas de Rea hasta que por fin la localizó:

- ¡AYUDA, POR FAVOR! – tosió ella. – ¡EVAN, ¿¡DÓNDE ESTAS?!

Rea se encontraba en el patio interior abrazando a sus cuatro hijos, los chicos intentaban protegerla a ella y a su hermana más pequeña que sollozaba por el miedo y las quemaduras. Uno de los niños también lloraba pero el afán por imitar a sus hermanos mayores se anteponía al miedo a la muerte… porque eso era lo que les esperaba, morir engullidos por el fuego:

- ¡POR FAVOR, AYÚDEME! – gritó la mujer al verlo y lejos de asustarse por la surplice que protegía al espectro, acudió a él entre trompicones.

Rhadamanthys dio un paso atrás incapaz de afrontar aquella situación. Si los dejaba morir, tendría que toparse con el alma de todos ellos en el más allá pero interferir entre los planes del señor del Inframundo estaba prohibido y mucho más, si se trataba de humanos que veneraban a la diosa Atenea:

- ¡SÁQUENOS DE AQUÍ! ¡POR FAVOR!

- N-No p-puedo...

- ¡POR FAVOR!

- ¡No puedo! – exclamó él, empujando a Rea.

La mujer cayó al suelo junto a su hija y los niños se abalanzaron contra Rhadamanthys, su intento de agredirlo se vio truncado por la fuerza de la armadura que por estar vivos los repelió por inercia. El miedo los inundó pero su madre, a diferencia de ellos, volvió a ponerse en pie:

- Por favor… por favor, te lo suplico… – sollozó ella – ¡venderé mi alma, mi cuerpo, le ofreceré lo que quieras al Rey del Inframundo pero, por favor, salva a mis niños… ¡sálvalos, Rhadamanthys!

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La puerta de la habitación número 217 se abrió con cuidado pero el leve sonido despertó al espectro. Una mujer de unos veinti pocos años asomó la cabeza por el hueco mostrando una amplia sonrisa, después salió por completo y cerró tras de sí. Ella se acercó a él con aire cansado aunque satisfecha por su trabajo:

- Las pulsaciones se han estabilizado y la gangrena ha empezado a remitir. Pronto volverá a corretear por los parques. – Rhadamanthys no dijo nada, tan solo se puso de pie y se colocó al lado de la chica.

- Es hora de volver.

Ella asintió conforme, por lo que encaminó sus pies hacia la salida del hospital. Durante aquel camino, saludó a todo enfermero, paciente o amigo que se cruzó, siempre con una sonrisa que la obligaba a cerrar sus ojos de tono rosáceo; su pelo, recogido en un moño suelto en lo alto de la cabeza, resultaba gracioso para los niños y los abuelos que siempre dejaban escapar algún divertido comentario. En aquel lugar, y conocida como “Pink”, Nekyia era querida por todos.

Una vez fuera, ambos se encaminaron hacia un lugar alejado de curiosas miradas para poder volver al Inframundo. Como siempre desde que había pisado aquella ciudad, antes de desaparecer del todo, ella echaba la mirada hacia atrás y se despedía en silencio de las vidas que intercambiaba para poder salvar las almas de los niños que morían injustamente. Sin embargo, aquel día, Nekyia decidió lanzar una pregunta al aire antes de desaparecer:

- ¿Qué fue de ellos, Rhadamanthys?

Él no respondió en seguida sino que dedicó unos segundos a pensar si le apetecía responder o no. Sus ojos dorados se posaron sobre la falsa apariencia de la reina del Inframundo, tan alejada de la que un día fue o de la que realmente mostraba en su territorio. Quizá fuera por su último sueño, quizá porque le apeteció echar un vistazo al pasado pero el caso fue que el Wyvern hizo el esfuerzo por pensar:

- Se cuidaron los unos a los otros. Ninguno se casó, se marcharon los cuatro a vivir a una zona menos peligrosa, tuvieron su propio negocio y murieron cada uno cuando el destino lo vio oportuno.

- Ah~ ¿por qué los salvaste? No eran tus hijos.

- Eran los suyos. – Rhadamanthys cerró los ojos y se atrevió como pocas veces a enfrentar a Nekyia – ¿Por qué los salvas tú ahora? Nunca ha sido de tu incumbencia si los jóvenes humanos viven o mueren.

La diosa sonrió de medio lado aceptando el golpe bajo que acababa de lanzarle el Wyvern y admitió que se sintió atraída por aquella faceta de su subordinado. Ah~ un dragón rebelde que termina sucumbiendo a sus raíces~

- Es por culpa de esta suciedad que también corrompe el alma de Atenea – dijo Nekyia, retomando su tono altanero y seductor – Es muy molesto sentir culpabilidad y haciendo estas tonterías consigo hacer que desaparezca esa sensación.

- No mienta, mi señora. Sé que en realidad, todo esto le causa curiosidad.

- Ah~ Cállate, Wyvern. Vámonos ya.

En aquella ocasión, fue Rhadamanthys quien esbozó la media sonrisa, el juego del gato y el ratón a veces se sentía divertido y más, si sabía que sus palabras calaban más de lo que su reina admitiría. Él odiaba que Hades se hubiera puesto del lado de los humanos porque su ira no había decrecido un ápice… pero a veces, solo en algunas ocasiones, se alegraba de ver un poco de bondad en aquella deidad que el mundo solía temer y despreciar, ya que para él… Hades, el dios del Inframundo, había sido su auténtica salvación.


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