Silvermine


[ Seis años antes de La Batalla de las Doce Casas ]

A pesar de haber nacido en una ciudad costera de Francia y de haber crecido cerca del mar en Grecia, Elyn consideró que la Isla de Lantau, en Hong Kong, era la más especial que había visto en toda su vida, de la misma forma que también pensaba que la música china era la que más alentaba su cosmos interior. Cada hora que pasaba en Lantau parecía formar parte de un sueño por lo que cada vez que se acordaba, agradecía mentalmente a Saga por haberla enviado allí. A su vez, aquella era la primera misión de investigación que la chica realizaba por si sola aunque contaba con la compañía de Afrodita, el recién convertido en el Caballero dorado de Piscis y uno de sus mejores amigos en el Santuario. Las órdenes del Patriarca fueron bastante sencillas: Averiguar qué se removía en el interior de la isla debido a un extraño cosmos detectado en Star Hill. Ambos buscarían cualquier rastro que los guiase a aquello que había intrigado a Saga y su objetivo sería llevarlo a terreno amigo fuese lo que fuese. Trabajarían de noche, ya que dicha energía parecía hacerse mucho más intensa en la oscuridad:

- ¿Qué crees que será, Dita?

- Espero que no sea otro mocoso, bastante tenemos contigo.

- Yo tampoco quiero que lo sea, adoro ser el ojito derecho de todos vosotros.

Afrodita alzó una ceja ante la respuesta de la chica de doce años que lo acompañaba. La hermana pequeña de Camus era casi el polo opuesto del francés en cuanto a carácter pero había sido precisamente eso lo que la había convertido en alguien de cierto renombre dentro de los muros del Santuario ya que por el momento, era la única chica que hacía su día a día sin utilizar la máscara que obligaba a las mujeres, que no querían formar parte de las Saintias, a ocultar su rostro desde la Era del Mito. Aquel comportamiento había acarreado algún que otro problema a Saga pero con el paso del tiempo, todos se acostumbraron a tratarla como una chica más que correteaba por las doce casas sin ningún tipo de miramiento. Piscis esbozó una sonrisa cuando la muchacha lo adelantó, recordando el momento en que destrozó la máscara que el Patriarca le entregó al inicio su entrenamiento como futura Caballero de la orden de Atenea. 

“¡Me niego a ponerme esa basura!” 

Y acto seguido, la lanzó contra el suelo para hacerla añicos. Por suerte, su sublevación no fue tomada en serio sino más bien, todo lo contrario; el Patriarca consideró que aquel acto de rebeldía indicaba que la chica poseía un gran sentido de la lealtad a sus propios principios y moriría por defenderlos si era preciso y aquel pensamiento, era algo valioso para los futuros planes de Saga.

***

Dos días de búsqueda acabaron por guiarlos hacia la cascada Silvermine*. Llegaron casi al amanecer por lo que el rastro de cosmos se debilitó en cuestión de minutos. Afrodita se negó a dar media vuelta para volver de noche así que acabaron por asentarse en tal hermoso lugar, envueltos de vegetación y con infinidad de vida fluyendo a su alrededor. 

El Caballero de Piscis aprovechó las horas de luz para sumergirse en los diferentes aromas que desprendía la flora de Lantau con el fin de descubrir nuevos nombres y apuntar en una pequeña libreta todo lo que su mirar captaba. El carácter curioso de Afrodita no tenía límites y mucho menos, cuando nadie pululaba a su alrededor para molestarlo; Elyn se dedicó a meditar en mitad de la caída de la cascada, perdida entre el sonido del agua y canciones que su mente reproducía. La muchacha adoraba la música y se había acostumbrado a canturrear mentalmente todas las canciones posibles que le removían el interior, sin importarle en absoluto el idioma pues al fin y al cabo, las acababa tarareando al margen de la lírica. Así era cómo había desarrollado una nueva forma de moverse, de combatir, de hacerse valer y de contar con la admiración del mismísimo Patriarca.

***

Conforme las horas pasaban, el rastro de cosmos volvió a hacerse cada vez más intenso y empezó a fusionarse con la conciencia de la chica que viajaba por el espacio astral del lugar. Para poco antes de ser engullida por la noche cerrada, Elyn ya sabía que no encontrarían a un enemigo o un amigo con el que negociar sino que el cosmos que las estrellas habían detectado, pertenecía a una armadura. La muchacha vio como Afrodita se internaba de nuevo en el bosque, alejándose del camino que habían estado persiguiendo desde hacía dos días por lo que dedujo, que el Caballero dorado tenía otros objetivos que cumplir. Siguiendo su instinto, Elyn se lanzó a la pequeña charca que se formaba a los pies de la cascada, ropa incluida, sin importarle las consecuencias de iniciar una búsqueda sin vigilancia.

Gracias al control de su cosmos, la chica podía aguantar la respiración bajo el agua mucho más tiempo que los demás mortales y agudizar su visión para eliminar parte de la suciedad del ambiente. Apenas necesitó unos segundos para descubrir un hueco en la pared sumergida así que nadó hacia ello a toda velocidad y se internó en la oscuridad sin pararse a pensar, cuan largo sería el túnel que acababa de encontrar. Por fortuna, un minuto después, su cabeza asomaba del agua y sus ojos de color de color violeta se toparon con una cueva que parecía más bien, la entrada a un paraíso submarino: El lugar  estaba sumido en un extraño reflejo tornasol de tonos azules y verdes, algo único en el mundo entero. La gruta entera estaba iluminada de aquella forma, dejando a la vista un larguísimo excavado en la roca que no parecía tener final. Elyn se movió para salir del agua y continuar su camino a pie, persiguiendo un rastro intangible que cada vez crecía con mayor frecuencia en consonancia con ella misma.

Una llamada. Un destello en el subconsciente la fue guiando paso a paso hasta que sus ojos se toparon con aquello que el Patriarca había visto en el firmamento.