Las cosas no iban bien, el Inframundo está perdiendo por completo su esencia y su magnificencia debido a que los Caballeros de Bronce de Atenea han conseguido llegar a los Campos Elíseos. Malditos sean, ellos y la diosa de la guerra que tan bien preparado tenía su plan. Esos eran los pensamientos de Rhadamanthys mientras se dirigía a toda velocidad hacia el único lugar que aún perduraba intacto gracias a su propio poder, un sitio que llevaba protegiendo desde hacía más de dos mil años y que nadie, salvo él, conocía lo que habitaba en su interior.
Ni
siquiera perdió tiempo en comprobar si alguien lo seguía, el cosmos de Kanon de
Géminis se había extinguido al ceder su armadura de oro para poder destruir
el Muro de las Lamentaciones y ya no quedaba nadie más de importancia en el
Inframundo que pudiera entorpecerle el paso, debía darse prisa pues seguramente
–y con la suerte que los caracterizaba– los guerreros de Atenea se alzarían con
la victoria aún con los dioses Gemelos esperándolos. De modo que se deshizo de
su armadura y corrió como nunca lo había hecho para poder llegar cuanto antes a
su destino.
En
principio, aquello que buscaba Rhadamanthys parecía un monte más en una
abandonada región del Inframundo, sin embargo, su interior albergaba una cámara
secreta cuyo pasillo medía cerca de una treintena de metros que una vez
atravesado, se abría un habitáculo circular con el techo acabado en punta; sus
paredes eran sencillas, piedra fina al fin y al cabo, pero protegido por una
serie de grabados que tan solo se mantenían en silencio ante la presencia de su
creador: el Wyvern. En el centro de la tumba había una mesa de mármol y sobre
esta, un cuerpo femenino sumido en un sueño eterno oculto por una fínísima seda de la antigua grecia. Rhadamanthys se acercó con
sumo cuidado, retirando con delicadeza la sábana blanca que ocultaba el
rostro de la bella dama que custodiaba desde hacía dos milenios. La contempló
por un instante, hacía siglos que no se enfrentaba a aquella batalla interior…
la mujer estaba tan hermosa como su mente la recordaba pues el poder de la bóveda
la mantenía joven, intacta y perfecta desde que él la depositó allí a la espera
de serle de utilidad. Ahora era el momento.
Rhadamanthys
se preparó para la prueba más dura de toda su existencia pero era la única
alternativa para salvar escasamente a su señor. Cerró los ojos, buscó el cosmos
de Hades más allá de los límites y se concentró en la técnica milenaria que lo
traería de vuelta. El llamado “Hilo del Destino” se trataba de un ataque que solo los
jueces del Infierno y el propio Hades conocían, una práctica que permitía
intercambiar la energía vital de dos cuerpos, uno más joven y otro más anciano
para conseguir que aquel que perdía su vida en uno de los cuerpos, la retomara en el
otro extremo. La intención de Wyvern era clara: intercambiar lo poco que
quedaba del alma de Rea por el espíritu de su señor en el momento justo para
así conseguir que los Caballeros de Atenea se creyeran victoriosos.
Debía ser cauto y sobre todo, entregar toda su devoción al Rey del Inframundo. Por Hades, aquel que lo había liberado de su sufrimiento para convertirlo en su mano derecha. Al fin, tras años de servidumbre y derrotas en las Guerras Santas, el guerrero de Wyvern mostraría de lo que realmente era capaz:
¡¡THREAD OF
DESTINY!!
Un
brillo cegador lo engulló junto al cuerpo que descansaba sobre la mesa de
mármol seguido de un torrente de energía que lo hizo gritar hasta que sus
cuerdas vocales se desgastaron, un dolor insoportable lo dominó pero él aguantó con orgullo apretando sus colmillos de dragón, sabiendo que debía hacerlo para no perder
definitivamente la guerra. Tras unos segundos eternos, la luz desapareció y el
cosmos que había inundado la sala se evaporó en forma de partículas violetas.
Rhadamanthys apoyó las manos sobre el borde de la mesa mientras recuperaba el
aliento, jadeó varias veces, tratando de sobreponerse a lo que acababa de
suceder. La técnica parecía haber funcionado aunque nada daba señales de ello,
no había rastro de la esencia de Hades ni tampoco de Rea pero el Wyvern sabía que
de haber fallado en dicho intento, él habría muerto junto con su dios y la
mujer que por muchos años había amado con locura.
La tierra tembló, señal de que los Elíseos se habían quedado sin guardián. Por instinto, Rhadamanthys tomó el cuerpo de la mujer entre sus brazos para protegerla de los cascotes que se empezaban a desprender de la bóveda. Debía sacarla a toda costa de allí, debía protegerla y alejarla del peligro pues aunque Hades estuviera en su interior aún se hallaba en un cuerpo débil que llevaba dos milenios inmóvil.
Sentir a Rea junto a su pecho, como la primera
vez, desgarró su corazón porque aunque él se empeñara en negarlo, tenía uno y
todavía sufría por lo sucedido tanto tiempo atrás:
- Es hora de que cumplas tu promesa… – le dijo en un susurro.
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Hades
abrió lentamente los ojos. Reconoció en un primer vistazo sus aposentos en el castillo
del Inframundo, la suavidad de su cama, la delicadeza de las telas que lo
mantenían oculto y que tranquilizaban su descanso… Estaba vivo aun habiendo
recibido el ataque fulminante de Atenea. Era algo imposible pero su enemiga
había resucitado en infinidad de ocasiones así que… ¿por qué no sucedería lo mismo en su caso? El Inframundo no podía permanecer tanto tiempo sin su dios así que eso podría explicar por qué él no había reencarnado en un bebé. Sonrió, satisfecho de aquel resultado, pero le costó inmensamente realizar
dicho gesto. Estaba débil y su cosmos era imperceptible pero estaba vivo al fin
y al cabo.
Tras
un par de horas de descanso algo más consciente, Hades trató de incorporarse.
Fue entonces cuando descubrió que algo en si mismo era distinto: se observó las
manos, finas y delicadas, blancas como las de un hada. Aquello no le extrañó demasiado
ya que él siempre había cuidado su cuerpo como si de un templo griego se
tratara pero al moverse… su cuerpo, se sintió… más pesado. “Oh… ya veo.” Pensó al fijarse en lo mucho que sobresalía su pecho.
Acarició por encima de la túnica los senos que poseía, firmes y de una curvatura
maravillosa; Ah~ los cánones griegos… los más hermosos de la historia y obviamente,
allí estaba la prueba. Comprendió entonces que había pasado por la misma fase
que las reencarnaciones de Atenea, su
alma había tomado posesión de un nuevo cuerpo, no de un recipiente como llevaba
haciendo desde el principio de los tiempos sino que ahora su yo real estaba en un
cuerpo distinto que poco a poco se fusionaría por completo con su esencia para ser el nuevo
Hades en todo su esplendor.
Interesado,
se levantó con cuidado de la cama y acudió a verse reflejado en un espejo
cercano: vestía una túnica oscura con un ligero escote, el tejido era semi transparente
por lo que la silueta real de su cuerpo podía adivinarse bajo ella; las mangas
eran amplias, un traje de diseño similar al que solía lucir pero mucho más ajustado. Su cabello era
ondulado, castaño y largo, como las princesas de la antigua Grecia; su rostro, equivalente a la belleza de Helena de Troya, le hizo mostrarse contento con
su nueva apariencia aunque, por supuesto, pronto la cambiaría de manera radical:
-
Una mujer… – susurró escuchando su voz por primera vez, aterciopelada, seductora... – Ah~ el
Inframundo será dominado en esta nueva era por una diosa.
No
obstante, la Reina aún necesitaba descansar mucho más de lo que creía pues
justo al terminar aquella frase, su débil cuerpo cedió y cayó al suelo. Por
fortuna, un fiel guerrero ya había sentido su cosmos despertar y había acudido a su
encuentro pudiendo evitar el golpe:
-
No debería permanecer demasiado tiempo de pie, mi señor.
-
Así que fuiste tú, Wyvern... Me sorprende que fueras capaz de llevar a cabo
una técnica como el Hilo del Destino.
-
Soy uno de los tres Jueces del Infierno, mi señor, le pido por favor, no
menosprecie mi poder.
Con
cuidado, Rhadamanthys dejó de nuevo el cuerpo de Hades sobre la cama y se
arrodilló ante su presencia unos metros más atrás esperando que su superior
diera nuevas directrices o preguntara sobre el estado de su territorio:
-
Creo que… debería cambiar mi nombre a partir de ahora. – dijo la diosa, alzando su
mano derecha para observarla detenidamente – El nombre de “Hades” suena
demasiado tosco para un rostro como éste. ¿Qué te parece la idea, Wyvern?
-
Aquello que vos decidáis está bien elegido, mi señor.
-
¡Señora a partir de ahora! Soy la reina del Inframundo, muestra el respeto que merezco o serás castigado aún si fuiste tú el que me trajo de
nuevo a la vida ¿lo has comprendido?
-
Sí, mi señora.
-
Bien, ahora… te concedo el honor de bautizar a tu diosa. Dime, Wyvern… ¿qué
nombre consideras que sería el más ideal para este cuerpo?
Rhadamanthys
dudó por un instante, sintiéndose indigno de tal enmienda; debía pensar algo cuyo
significado representara la belleza de su señor –señora en este caso– pero que
a su vez, lo desvinculara definitivamente del origen de su cuerpo. Fue entonces
cuando un término acudió a su mente:
- “Nekyia”.
- Oh… “Viaje al Inframundo.” Sabia decisión, mi querido Guerrero de Wyvern.